El ojáncano u ojáncanu es un gigante ciclópeo de la tradición cántabra que encarna todo el mal, lo más negativo y lo salvaje. Con erentes características regionales, se le conoce con distintos nombres. Es denominado Ojáncano, Jáncano o Páncano en Cantabria. En el País Vasco responde a los de Tárta Torto, Anxo y Basajaun; aunque éste último en algunas versiones no tiene las connotaciones negativas el Ojáncano, o es tan poco inteligente que es fácilmente burlado. En Asturias lo llaman Patarico. En Galicia, Olláparo –en ocasiones con otro ojo en el cogote- y Ollapín –con solo uno en el cuello-.
Todas las versiones coinciden en señalar que el rostro es completamente redondo, de color amarillento, con unas barbas como cerdas de jabalí, largas, bermejas como una llama. Los cabellos son de un rojo menos intenso. Su único ojo, en mitad de la frente, relumbra como una candela, y está rodeado de unas arrugas pálidas con unos puntitos azules. Es fuerte y de largos brazos; su voz, como un trueno, se asemeja al bramido de un toro en celo y, a la puesta del sol, muge y echa espuma por la boca.
Aparte de estos datos, las versiones son muy distintas, dependiendo de los lugares donde se escuchen. Suele tener diez dedos en cada mano y en cada pie, y dos hileras de dientes. A veces nos dicen que es alto y delgado y que se cubre con una zamarra de color pardo; otras, que va prácticamente desnudo y se tapa con su melena y barbas, larguísimas y engrasadas con unto de oso, dejando al descubierto tan solo el ojo.
Su morada se ubica en profundas grutas con la entrada cubierta de maleza y de desprendimientos pétreos, cuya puerta cierra con una enorme piedra que nadie más que él puede mover. Su lecho está situado en la zona más profunda, formado a base de hojas, hierbas y ramas. Enfurecido por el fuerte viento de los temporales, que le enreda las barbas en zarzas, árboles y arbustos, se enfada y tira y despedaza grandes rocas y árboles. En ocasiones pelea a pedradas con otros ojáncanos. Ellos han sido los que, en momentos como estos, han hecho los desfiladeros y precipicios, y han desgajado los montes.
Ente las maldades que la mitología cántabra atribuye a este ogro está el de derribar árboles, cegar fuentes, robar ovejas, raptar a jóvenes pastoras, destruir puentes, matar gallinas y vacas, abrir simas y barrancos, arrastrar peñas hasta las camberas y brañas donde pasta el ganado, rompe las tejas, robar imágenes en las iglesias y dejar bojonas (con cuernos defectuosos) las vacas. Además, siembra entre los lugareños el rencor, la soberbia, la envidia y el hurto. A los recién nacidos se les protegía para que no fuesen raptados por ellos con una mezcla de agua bendita con laurel, a la que añaden harina si son niños, pero no en el caso de que sean niñas.
Al igual que la anjana, tiene el don de la metamorfosis, y puede adoptar varias formas para hacer daño. Puede transformarse en un mendigo anciano y pide albergue en cualquier casa, desapareciendo al amanecer luego de haber dado muerte a vacas, ovejas y gallinas. Otras veces roba los ahorros y otros objetos de las viviendas. En otras versiones, se transforman en un árbol robusto a orilla de los caminos y al pasar un carro con leña u otro cargamento, este se derrumba sobre los bueyes. Otras historias cuentan sobre robos a bellas pastoras y destrucciones de cabañas.
Además de comer todo el ganado y la gente que podía conseguir, aunque siempre le gustaron las bellotas, de las hojas de los acebos y de los animales y panojos de maíz que roba. Pero también come murciélagos y aves como las golondrinas, además de los tallos de las moreras, y suele hurtar a los pescadores las truchas y las anguilas.
Se le puede matar –según las diversas versiones- arrancándole un pelo blanco de la roja barba, o dándole con una piedra en un hoyo que tiene en el centro de la frente. También fallece si come setas o fresas silvestres, o si es tocado por una lechuza en la cabeza. También cuando un sapo volador toca al ojáncano, este muere si no consigue una hoja verde de avellano untada en sangre de raposo. Según la tradición, cuando envejece lo suficiente, son otros ojáncanos jóvenes quienes le matan, le abren el vientre y reparten lo que lleva dentro, enterrándolo junto a un roble. Del cadáver del ojáncano, al cabo de nueve meses, surgen unos enormes gusanos que la Ojáncana amamanta con la sangre de sus pechos hasta que al cumplir tres años se transforman en ojáncanos y ojáncanas para comenzar otra vez el ciclo de maldades.
Sus únicos amigos son el cuegle y los cuervos; estos últimos suelen informarles de cuanto ven posándose junto a su oreja o en su nariz. Su principal enemigo son las anjanas, pues este es la antítesis de la bondad, de la dulzura de la Anjana. Donde ésta pone afecto, recompensa, humildad y regalo, el Ojáncano pone rencor, castigo, soberbia y hurto. Las perseguía al encontrarlas en su camino; pero éstas se transformaban o se hacían invisibles, y conseguían burlarle siempre
Paralelamente, existen versiones que cuentan la existencia de ojáncanos bondadosos, nacido uno cada cien años, a los que se les podía incluso acariciar y ellos agradecidos avisaban de la llegada de los ojáncanos malos. Este monstruo es considerado el ser más popular de la mitología de Cantabria.
Hay una leyenda de una anjana que se encontró a un ojáncano un frío día de invierno, cuando la nieve caía sin parar. Atacando a los lobos, consiguió espantarlos, pero le habían dañado su único ojo, por lo que vagaba perdido en medio de la ventisca, asustado y ciego. La anjana se acercó a él, le tomó de la mano y se lo llevó a vivir con ella. Desde entonces, fueron amigos y permanecieron unidos, sacándole la anjana a pasear los días soleados.
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Fuentes[]
CANO HERRERA, Mercedes, Entre anjanas y duendes. Mitología tradicional ibérica.
RUIZ OSUNA ,Pablo y REÑE QUILÉS,David Círculo rojo (ed) 2020 pp. 200 978-84-1350-166-6