En la zona de Tolosa, aunque otros cuentan que sucedió en Ataun y otros en Oiartzun, vivía hace ya mucho tiempo un cura que tenía a cargo una pequeña parroquia. Sus ocupaciones no eran muchas, aparte de las normales de su cargo —misas, bautismos y funerales—, por lo que tenía bastante tiempo libre para dedicarse a su afición favorita: la caza.
Sus vecinos y parroquianos le apodaban “Mateo Txistu”, ya que eran de sobra conocidos los silbidos con los que llamaba a sus perros cuando se preparaba a salir en busca de alguna presa, y todos comentaban jocosamente la afición del cura, al que, por otra parte, no se le conocían otros vicios.
Pasaban los días y las estaciones sin que nada turbase la paz del lugar y la de sus habitantes. Pero un día, el diablo, que siempre andaba buscando la debilidad en las almas humanas, se presentó ante Mateo Txistu bajo la apariencia de un caballero distinguido. Mateo, que no era tonto, enseguida se dio cuenta de quién era en realidad el elegante señor.
—¿Qué quieres, malvado? —le preguntó de sopetón.
—¿Yo? ¡Nada! —respondió el diablo, confundido
—Entonces..., ¿por qué estás aquí?
Y riéndose, Mateo Txistu silbó a sus perros, cogió la escopeta y desapareció de la vista del diablo internándose en un bosque cercano. El diablo se quedó rabiando por haber hecho el ridículo, ya que un cura de pueblo lo había reconocido. Un diablo avergonzado es muy peligroso, porque su reacción puede ser terrible. Pasó varios días pensando en la forma de vengarse de la burla y, finalmente, dio con la fórmula.
Un domingo, en medio de la misa, una hermosa liebre blanca asomó su hocico por la puerta de la sacristía donde los perros del cura esperaban a su dueño. En cuanto vieron a la liebre, los perros levantaron las orejas y comenzaron a ladrar furiosamente.
Mateo interrumpió un momento la misa y echó una ojeada hacia la sacristía para conocer el motivo de tanto alboroto. Cuál no sería su sorpresa al ver a la liebre plantada en la puerta, invitándole a salir en su busca. No lo pensó dos veces: dejó la misa, abandonó a los asombrados feligreses, cogió la escopeta y salió con los perros en pos de la liebre que había escapado campo a través.
Nunca más se supo de él. No regresó. Sin embargo, desde entonces, muchos son los que le han oído silbar a sus perros, otros han oído los tristes ladridos y, alguna que otra noche clara de luna llena, pueden verse con claridad las siluetas del cura, los perros y la liebre en su eterno vagar.